Galletas rellenas

Era un mediodía de temperatura fría.

Podría ser febrero o comienzos de marzo.

La primavera aún no se dejaba ver y los años 80 llevaban poco tiempo estrenados.

Mamá nos recogió a mi hermana y a mí en la puerta del colegio, como cada día a la hora de comer.

En el trayecto, siempre nos acompañaba alguna amiga o vecina nuestra.

A cada una, yo la catalogaba con el nivel de simpatía que me sugería.

Por supuesto, nada era inamovible y mucho menos el nivel de simpatía. Según el momento, cualquiera de ellas podía pasar del 5 al 8 en cuestión de días.

Al fin y al cabo, todos y todas vivíamos en la Casa-Cuartel y en esos años, eso unía mucho.

Tras unos minutos de juegos y risas para los niños y animadas conversaciones para las mamás en el patio del Cuartel, los tres nos fuimos hacia el portal de nuestra casa.

Nada mas entrar, el pánico se apoderó de mi estómago.

Una gitana fea, más negra que el carbón y gorda como ella sola, estaba sentada en una silla frente a la puerta, dando la espalda a la imagen de la Virgen del Pilar que presidía la estancia.

Con su pelo oscuro y largo hasta la cintura, vestía completamente de negro, con un mandil con chorreras parecía esparcirse a los dos lados de la silla.

De la mano, la gitana sostenía a un niño varón que apenas se mantenía sólo en pie. El año de vida no lo habría cumplido aún.

Recuerdo que mi cabeza enseguida intentó colocar todas las piezas del puzzle.

En cuestión de segundos, decidí que el padre del niño, que por supuesto era gitano también, algo malo había hecho, que era culpable del delito que fuese, que estaría en el calabozo y que la gitana y el bebé estaban ahí porque se lo merecían.

Con paso firme, subimos a casa. Vivíamos en el segundo piso de un bloque de cuatro alturas.

Al llegar a casa  mamá fue directa a la cocina y abrió el armario alto en el que solíamos guardar el azúcar, el Nescafé y el Cola-Cao.

Sacó un paquete de galletas Artiach rellenas de nata. Supongo que era el mejor dulce que teníamos en casa ese día.

 - "Bajadle estas galletas al niño", -nos dijo a mi hermana y a mí.

Un escalofrío me recorrió la columna. No me creía capaz de soportar la mirada de esa gitana ni un segundo más.

Mi hermana, mucho más atrevida que yo para estas cosas, cogió el paquete de galletas rellenas y los dos bajamos en silencio los dos tramos de escalera a cumplir con el cometido.

En el rellano de la planta baja, mi hermana se puso frente a la gitana mientras yo guardaba el miedo a dos metros de distancia.

 - "Hola, nos manda mi madre. Esto es para el niño", le digo de carrerilla y casi sin respirar.

 - "Muchas gracias", respondió la gitana con una amplia sonrisa.

Sin darme cuenta, cuando apenas tenía siete u ocho años, me llevé una de las lecciones más importantes de mi vida: los niños nunca tienen la culpa.

Después de tantos años, de tanto vivido, de tanto sufrido y de tanto disfrutado, cada día que pasa me acuerdo del niño de la gitana gorda y fea.

Él, al igual que el mío y del resto de niños del mundo, no tienen la culpa.

Te echo de menos, mi niño.

Lección aprendida, mamá.



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